Las historias que nos contamos

Colocarse frente a una película pone en marcha uno de los procesos más transformadores de la comunicación humana: el mecanismo de identificación. Como espectadores, tenemos la necesidad de encontrar personajes e historias en las que sentirnos identificados y así saber que hay alguien que ha sentido antes lo mismo que nosotros. Reconocernos en una historia nos da permiso para ocupar nuestro lugar como individuos.

El cine es la única memoria real que existe»

Fernando Trueba

En 1934 se estrenó en Estados Unidos la comedia romántica Sucedió una noche, dirigida por Frank Capra. En la película, un jovencísimo Clark Gable se descamisaba alterando una de las convenciones estilísticas de la época: no llevaba camiseta interior. Pasado casi un siglo de su estreno, la narrativa construida alrededor de aquella secuencia sitúa el gesto de Gable como responsable del derrumbe de la industria textil americana de los años cincuenta. Aunque es difícil calcular hasta qué punto esto es así, es innegable que el torso sorpresivamente desnudo del actor causó un impacto mucho mayor del que seguramente pretendían los responsables de la película: aquellos espectadores de mediados del siglo pasado se encontraron legitimados para no tener que llevar una prenda más debajo de la camisa.

Unos años después, Alfred Hitchcock estrenaba su primera película rodada en Hollywood, Rebecca (1940). La actriz protagonista, Joan Fontaine, aparecía en muchas secuencias vistiendo una chaqueta mangas largas y tela fina. Queriendo vestir como ella, las mujeres españolas reclamaban dicha prenda en las tiendas de ropa. De tanto usar la película como referencia, el cárdigan de entretiempo quedó bautizado en el suelo patrio como rebeca (o rebequita), y hasta hoy.

Además de condicionar la forma de vestir, a lo largo de su historia el cine ha modificado la manera de expresarse de las clases populares, ha puesto de moda destinos turísticos, animales domésticos, estilos de baile… Pero, sobre todo, el cine construye la narrativa en la cual nos identificamos individual y colectivamente. Dice Tony Curtis en The celluloid closet (Rod Epstein, J. Friedman, 2011) que Clark Gable le enseñó cómo hay que hablar con las mujeres. Aprendemos lo que somos, para bien o para mal, a través de las historias que vemos en la gran pantalla.

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Decir que los norteamericanos han tenido el control de las historias de ficción del siglo veinte es lo mismo que decir que han tenido el control del mundo. En 1945, el 57% de los ciudadanos franceses atribuían al ejército ruso el papel predominante en la derrota del ejército alemán durante la Segunda Guerra Mundial. Sesenta años después, más de la mitad de la población francesa está convencida de que fue el ejército americano quien liberó a Europa del yugo nazi. Lo que ha pasado entre medias para revertir los resultados de la encuesta, además de tiempo, han sido las películas de Hollywood. Antes de que terminase la Segunda Guerra Mundial, la industria hollywoodiense ya hacía películas sobre ella.

Colocarse frente a una película pone en marcha uno de los procesos más transformadores de la comunicación humana: el mecanismo de identificación. Como espectadores, tenemos la necesidad de encontrar personajes e historias en las que sentirnos identificados y así saber que hay alguien que ha sentido antes lo mismo que nosotros. Reconocernos en una historia nos da permiso para ocupar nuestro lugar como individuos.

Por otro lado, el cine es un acto de empatía: nos acerca a realidades a veces muy desconocidas y permite que busquemos los por qués de aquello que no entendemos. Los cineastas por un lado y los espectadores por otro hacen un trabajo conjunto para conectar sus emociones con las de los personajes, por muy lejanos que se encuentren.

Las películas que vemos tienen la capacidad de concienciar, acercar posiciones y fomentar la diversidad, pero también pueden generar todo lo contrario. A lo largo del siglo XX no existió un espacio para construir narrativas desde diferentes perspectivas. La absoluta supremacía de las historias lideradas por personajes masculinos (blancos y heterosexuales) tiene todo el sentido si tenemos en cuenta que la industria cinematográfica ha estado controlada desde su nacimiento por hombres (blancos y heterosexuales).  El problema de cimentar todo un imaginario desde esa única perspectiva no es que sea fraudulento o de poca calidad: es que es incompleto.

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Hasta bien entrado el siglo pasado, salvo contadas excepciones, los homosexuales sólo se vieron representados de manera exigua por personajes perversos y atormentados; las mujeres sólo aparecían en la historia (casi siempre hipersexualizadas y relegadas al ámbito doméstico) para acompañar y ensalzar al personaje masculino; cualquier personaje que no fuese de raza caucásica estaba destinado al crimen o, en el mejor de los casos, a la ignorancia. Los avances sociales han ido permitiendo películas con personajes cada vez más diversos y alejados de los estereotipos, pero el discurso dominante sigue pareciéndose demasiado al de aquella industria del cine clásico. Hay una parte de la población que sale aún peor parada: aquella que, directamente, no ha estado representada. La manera más efectiva de discriminar a alguien no es reducirlo a un estereotipo recurrente, es eliminarlo de la narrativa. Porque no podemos empatizar con lo que no sabemos que existe.

Narrar lo que nos pasa, lo que imaginamos, o lo que recordamos; y convertir esa narración en una experiencia compartida es el único mecanismo para crear memoria colectiva. Las historias que nos contamos configuran nuestra percepción de lo que somos e indican el camino de lo que podríamos ser. Por eso, saber quién está detrás de esas historias es imprescindible; pues hay pocos relatos más compartidos que aquellos que tienen lugar en una sala de cine.



Ana Rubio Chacón
Graduada en Comunicación Audiovisual por la Universidad de Granada. Colectivo Myopia Audiovisual

Pressenza IPA

Créditos a la foto de cabecera : Fotograma de Rebecca, dirigida por Alfred Hitchcock y estrenada en 1940

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